Reforma laboral: modernización o retroceso anunciado
En Argentina, cada cierto tiempo reaparece la misma escena: un gobierno promete “modernizar” el mundo del trabajo y, detrás de ese brillo discursivo, se esconde un proyecto que empieza a recortar lo que se construyó durante décadas. La reforma laboral que impulsa el Ejecutivo vuelve a instalar esa sensación de déjà vu. Habla de futuro, de eficiencia, de productividad, pero cuando se revisa el contenido, el paisaje se parece más al de los años en los que el trabajador negociaba en soledad.
El relato oficial es claro. Según la Casa Rosada, la legislación laboral argentina quedó vieja, rígida y necesitada de una actualización. La reforma sería la llave para que las empresas inviertan, bajen la informalidad y el empleo vuelva a crecer. La promesa suena atractiva, pero como advierten abogados laboralistas como Gustavo Keselman, hay promesas que funcionan como espejismos: brillan, pero no hidratan.
El trabajador frente a un nuevo mapa de incertidumbres
Los cambios propuestos —jornadas más largas, vacaciones partidas, indemnizaciones reducidas o pagadas en cuotas, y negociaciones por empresa— siempre avanzan en la misma dirección: la del retroceso de derechos. El proyecto no es una herramienta de innovación sino una reconfiguración estructural del vínculo laboral, en la que el trabajador vuelve a quedar expuesto. Para Keselman, la lógica es clara: “cada vez que se discute una reforma laboral, el recorte recae sobre quien trabaja, no sobre quien se beneficia del trabajo.”
Los laboralistas del campo protector recuerdan que el derecho del trabajo nació para equilibrar una relación naturalmente desigual. La reforma, sin embargo, desplaza ese eje hacia una idea de libertad contractual que no existe en la práctica: el empleador elige, el trabajador acepta. Volver a negociaciones individuales o por empresa implica fragmentar el poder sindical, debilitar la negociación colectiva y reinstalar el viejo modelo donde cada trabajador queda librado a su suerte.
Otro de los puntos más sensibles es el tiempo de trabajo. Con el banco de horas y la posibilidad de extender jornadas o fraccionar vacaciones, el proyecto entrega al mercado aquello que debería ser un límite. En un país donde millones de personas trabajan por encima de lo establecido para llegar a fin de mes, la flexibilización no ofrece alivio sino un nuevo ciclo de desgaste: más horas, menos descanso, menos previsibilidad. Keselman lo resume con claridad: “el tiempo es el recurso más valioso del trabajador; cuando se flexibiliza, no se lo administra: se lo entrega.”
El Gobierno insiste en que la informalidad se combate con menos regulaciones. Sin embargo, décadas de evidencia muestran otra cosa: la informalidad aumenta cuando baja la fiscalización, crece la evasión o se debilita el rol del Estado. No se formaliza precarizando; se formaliza cuando el empleador decide cumplir la ley y cuando la ley protege de manera efectiva. La experiencia latinoamericana confirma que la flexibilización no genera empleo estable, sino empleo más barato.
La reforma laboral no es solo un conjunto de artículos. Es un cambio de época. Redefine qué lugar ocupa el trabajo en la vida social, qué riesgos deben asumir quienes viven de su salario y qué poder se les otorga a las empresas para estructurar ese vínculo. Es un nuevo pacto social, pero no necesariamente uno discutido o consensuado: un pacto donde el trabajador queda más solo y el Estado más lejos.
La discusión recién empieza, pero lo que está en juego es claro: la calidad del empleo, la dignidad del tiempo, la distribución del poder y de la riqueza. Las leyes pueden cambiar; lo que no debería cambiar es el principio que sostiene cualquier democracia moderna: la protección del que está en desventaja. Quizás no se trate tanto de modernizar, sino de evitar repetir errores que ya demostraron su costo. Porque un país no crece recortando derechos, sino garantizando que ese crecimiento alcance también a quienes lo hacen posible.
